In this essay, Argentinian-born, New York-based essayist Reinaldo Laddaga explains the dilemma of the bilingual World Cup viewer, and why he sometimes shuns Univision for the brief, welcome silences of the English commentators on ESPN. (Goal Posts will publish an English translation of this post later this week.)
Para este entusiasta bilingüe de la Copa del Mundo, el comienzo de cada partido requiere una toma de decisión: mirar la transmisión en inglés de ESPN (y a veces ABC) o la de Univisión, en español. Pensé primero que lo que me llevaba a escoger una u otra tenía que ver con la preferencia momentánea por la agitación y el drama que asociaba con la transmisión en español o la serenidad y la mesura de la transmisión en inglés. Pero luego me dí cuenta de que no era tan simple, y que mi elección era gobernada por motivos más oscuros que tenían que ver con la radio y la memoria. Me dí cuenta de esto al percibir que la diferencia sonora entre las dos cadenas no se reducía a los lenguajes, sino que alcanzaba a las proporciones de silencio. El sonido ambiente, los gritos de los hinchas y las exclamaciones de los entrenadores, están mucho más presentes en Univisión que en ESPN. En Univisión, el relator propende a decirnos, en cada instante, lo que vemos: los nombres de los jugadores y el destino de los pases; el relator de la cadena americana pasa largos ratos sin decir nada. Los comentaristas de Univisión intervienen continuamente con su lenguaje particular, hiperparticular (porque las variedades del español futbolístico difieren mucho), para bromear o, más frecuentemente, analizar; los comentaristas de la transmisión inglesa son parsimoniosos. Hay un flujo constante de lenguaje y de ruido en la cadena hispana que falta en ESPN, donde la transmisión subraya apenas, muy discretamente, casi con reluctancia, un espectáculo que es esencialmente visual. Mi corolario: Univisión está mucho más cerca del universo de la radio, cuyas maneras en parte conserva.
Mi experiencia del fútbol, como la de cualquier argentino de mi generación, comenzó menos asistiendo a los estadios que escuchando los partidos. La transmisión radial de partidos de fútbol es un género particular: el efecto de presencia tiene que obtenerse por medios estrictamente aurales. Y esto se hace de varias maneras. Una es, precisamente, incorporando en lo que se transmite el sonido de la cancha, particularmente en el momento del gol, cuando avanza hacia el primer plano y comparte el espacio con el grito del relator. Sería posible y muy interesante hacer una antología de los gritos de gol de relatores futbolísticos latinoamericanos: se trata de uno de los grandes géneros vocales de la región. Los relatores icónicos solían tener (supongo que sucede todavía) estilos perfectamente individuales, perfeccionados en innumerables ocasiones, de gritar los goles. Es que había que mantener la atención de los oyentes, porque estos gritos eran prolongados, tan prolongados como los de la hinchada a los cuales en estos instantes se unían. Muchas veces escuchábamos estos gritos viniendo de una casa vecina o un automóvil que pasaba: eran momentos de copresencia entre los que estaban en el estadio y los que estábamos acá, en un lugar particular del planeta, articulados por el grito interminable y el jadeo quizá del relator.
Y luego del grito venía el análisis. Es que, una vez que había pasado el momento de resonancia, la euforia o la deyección, necesitábamos saber cómo la jugada que habíamos tenido que imaginar como podíamos se situaba en relación a la situación global, el plan maestro del partido. El análisis era extenso y profundo y estaba a cargo de alguien que no fuera el relator: un especialista, un conocedor, en general más viejo, que adoptaba la manera del sabio. Las parejas latinoamericanas de relator y analista solían ser, tal vez sean todavía, un poco como grandes duos cómicos, parejas de clowns (el clown serio, el clown aparatoso) o matrimonios que llevan mucho tiempo juntos y matan la monotonía de una nueva cena o paseo con intercambios a la vez agresivos y jocosos. Pero esto no impedía que los comentarios nos dieran materiales imprescindibles para imaginar ese partido que nunca veríamos, construir nuestra ficción de lo que estaba sucediendo en ese sitio donde nunca estaríamos.
Hay más, infinitamente más de esto en las transmisiones de Univisión. Cuando elijo ver estas transmisiones, la elección no es ajena al deseo de retornar a la escena mágica donde un niño escucha por la radio los partidos del equipo del cual es un hincha. Pero de repente surge un núcleo de inquietud. Viví cuando todavía era chico el mundial de 1978 en el país. Durante un mes, la unanimidad popular, articulada por relatores y analistas, incluía a los líderes de la dictadura militar y de alguna manera los confirmaba. Cerca de los estadios estaban los centros de tortura. Durante ese més la banda de sonido más frecuente en esos centros deben haber sido las transmisiones radiales de los partidos. Es probable que las parejas de torturadores hablaran entre sí un poco como las parejas de relatores y analistas en la radio que sin duda escuchaban. Sé que es injusto con la gente que hace las transmisiones de Univisión, pero el horror que me causa esta asociación es tan atavístico como el confort que me produce el retorno parcial a mi escena futbolística originaria. En esos momentos, cambio de inmediato a ESPN y me refugio en el otro confort, el del silencio.